Y por fin, llegó.
Algunos estaban preparados, como yo lo estaba hará ya muchos años. Era joven, precavido y un simple novato. Tenía miedo y todavia no había conocido la derrota. No había conocido el dolor en la batalla ni la sangre en mi rostro.
Luchaba por mi mismo. Luchaba por logros y triunfos que poder llevar con orgullo. Luchaba por hacerme un pequeño hueco en la historia. No ser olvidado. Que un pedazo de mi alma, quedara impresa en la dura roca.
Y fue aquella misma batalla, la que me enseñó de verdad. Confiado, masacré a los pobres esclavos que se avalanzaban sobre mi. Ni siquiera portaban arma o armadura algunas con la que protegerse, pero no me importaba. Bastaba que mis hombres me vieran luchar, mientras caían, morían o triunfaban. Pero al rebanar la cabeza del último esclavo, que me imploraba clemencia, pude ver lo que el general Legáratos me tenía planeado.
Vi caer a mis mejores hombres. Ví caer mi espada. Mi cuerpo pesaba de repente y pude darme cuenta de que pesaba de orgullo. Y de que lo mismo que ansiaba era lo que me hacía arrodillarme ante simplemente, alguien mejor que yo.
Caí, junto con otros muchos. La diferencia, es que yo me levanté. Me quite el orgullo, me quite la ambición y las ganas de triunfo.
Y aquí estoy hoy. Las cicatrices todavía escuecen. Las heridas, aun no se han sanado del todo. Pero ahora, mi espada es ligera, ya que alberga la justicia, la esperanza y la humildad. Ya no golpea, corta. Ya no mata, hiere. Ya no exige, demuestra.
Ya no porto armadura alguna o escudo, pues los golpes han de dañarme. Nadie puede matar con fácilidad. Si se debe matar se hará. Si se debe morir, yo mismo cavaré mi tumba y la de mis compañeros.
Si hemos de morir, moriremos. Pero la vida, ahi que vivirla a palo seco y sin escudo.
jueves, 17 de enero de 2008
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