Hace muchos años vivía en una humilde cabaña un pobre campesino cargado de hijos.
Pasaba los días de sol a sol trabajando sus tierras para poder alimentar a su familia. Pero las tierras eran tan pobres como el hombre que las cuidaba y apenas si daban frutos.
Un día igual que todos los días, el hombre trabajaba la tierra ayudado por sus hijos. Aquel año la cosecha había sido tan mala que no podían permitirse más lujos que un mendrugo de pan duro al día y, los días de fiesta, gachas de harina y agua. De la cabaña llegó el llanto de un recién nacido. El campesino acababa de tener otro hijo, el que hacía el número trece.
Por primera vez en su vida, la llegada de un nuevo hijo no alegró su corazón. ¿Cómo iba a alimentar al nuevo si no tenía para dar de comer a los otros doce? ¿Qué iba a ser de aquel pobre desgraciado?
Sus hermanos lloraban desesperadamente:
-¡Tengo hambre! ¡Quiero comer! - decían los más pequeños.
Los mayores se acercaron:
-¿Por qué gritáis así? ¿No veis que preocupáis a nuestro padre? El hace todo lo que puede. ¡Callad!
El campesino no podía soportar ver aquellos y decidió dar un paseo por el bosque. La sombra y el frescor de los árboles lograban calmarlo y hacerlo olvidar sus penas. "¡Pobre de mí! ¡Y el pobre niño que acaba de nacer! ¿Por qué no habrá venido al mundo en una familia menos pobre? Me sentiría mejor si alguién pudiera hacerse cargo de mi hijo y le pudiera dar una vida mejor" decía el campesino ahora que sus hijos no podían escucharle.
-Yo puedo hacerlo- se oyó una voz a sus espaldas.
El campesino se volvió: allí estaba un hombre cubierto con una capa negra y tocado con un sombrero negro. En la mano llevaba una guadaña. El campesino hubiera jurado que un minuto antes, allí no había nadie.
-¿Y tú quién eres?- preguntó.
-¿Acaso no lo sabes? Soy la Muerte.
-¡La Muerte! Ah, ya comprendo... ¡Vienes a ocuparte de mi!
-Si, y también de tu hijo, si tú me lo permites.-respondió la Muerte con una sonrisa.
-¡Nunca! No te llevarás a mi hijo. Tendrá una vida triste, pero es una vida al fin y al cabo.
-No estés tan seguro... ¿No soy yo acaso una persona justa¿ Yo no hago distinciones entre los ricos y los pobres: para mí todos son iguales, puedes confiar en mí.
El hombre pensó que la Muerte decía la verdad. ¿Por qué no probar suerte? La vida ya tenía pocas cosas que ofrecerle a él, en cambio su hijo tenía toda una vida por delante. Y si la muerte decidía ayudarle, quizá lograra ser feliz.
-¿Me prometes que le ayudarás a ser feliz? ¿Me prometes que no pasará hambre?
-Te lo prometo- dijo la Muerte.
-Entonces dispón de mi.- y dicho esto, la Muerte se acercó al campesino, le rodeó con sus brazos y el hombre cayó al suelo, como fulminado por un rayo.
Han pasado los años. En la misma cabaña en la que antes vivía una familia de campesinos, llena de niños que lloraban y pedían comida, vive ahora sólo un muchacho. Trabaja la tierra como la que trabajaban su padre y sus hermanos, y la tierra sigue siendo muy poco generosa a la hora de dar sus frutos.
Estaba el joven labrando la tierra cuando una nube de polvo se levantó en el camino y fue acercandose a donde el campesino estaba. Cuando llegó a su lado, vio una lujosa carroza llena de jóvenes alegres que parecían ir a alguna fiesta. Reían y cantaban y no parecían tener ninguna preocupación. el sonido de sus risas acompañó al muchacho hasta mucho después de que la carroza hubiera desaparecido en un recodo del camino.
-¡Como envidio a esos jóvenes felices! ¿Por qué seré yo tan pobre?
-No lo serás por mucho tiempo- dijo una misteriosa voz.
El joven miró asustado a todas partes. Ante él se hallaba una figura alta y delgada, toda vestida de negro con una guadaña en una mano. Le sonreía.
-¿Quién eres?
-Me conoces muy bien: soy la Muerte.
-La Muerte, sí - respondió el joven sin el menor temor.- Te conozco muy bien. Tu te llevate a mis padres, mis hermanos y mis hermanas. ¿Que quieres ahora? No me das ningún miedo.
-No pretendo asustarte ni llevarte conmigo. He venido para ayudarte.
-¿Ayudarme? ¿Tú?
-Si, se lo prometí a tu padre. Le prometí que te haría rico y feliz y he venido para cumplir mi promesa. Dime, ¿qué quieres ser?
-Quiero ser médico.
-¿Médico? Extraña idea... ¿no prefieres ser simplemente rico?
-No, quiero ser médico. Si hubieramos tenido algún médico cerca, mis padres y mis hermanos ni hubieran muerto.
-¿Eso crees? Me parece que te equivocas pero allá tú. Si quieres ser médico, que así sea. Toma esta hierba; es mágica. Cuando vayas a ver a un enfermo, prepara una infusión con ella y dásela a beber. El enfermo se curará.
Pero no olvides lo que voy a decirte ahora - añadió la Muerte.-... es muy importante. Sólo podrás dar la infusión que salva a los enfermos cuando me veas en la cabecera de la cama. No lo olvides; en la cabecera. Por el contrario, si me ves a los pies de la cama, no te molestes en suministrar ningún remedio. Di simplemente que el enfermo no tiene cura, que te han llamado demasiado tarde y vete. Este es el pacto y debes cumplirlo si quieres que todo vaya bien. Si intentas dar la hierba mágica a alguién que debe morir, lo lamentarás. ¡Nunca puedes ir encontra de mi voluntad! Y recuerda: sólo tu serás capaz de verme.
La Muerte dejó en sus manos la hierba mágica y desapareció.
Todo sucedió tal como la Muerte había dicho. El joven campesino se convirtió en un médico famoso. Todos alababan su sabiduría y se hizo rico. Al cabo de un tiempo se fue a vivir a una lujosa casa de la ciudad y se trasladaba de un lugar a otro en una carroza conducida por un sirviente.
Nada complacía más al joven doctor que llegar junto al lecho de un enfermo y ver que la Muerte estaba a su cabecera. Tranquilizaba entonces a sus desconsolados familiares, preparaba la poción mágica, se la suministraba al enfermo y esperaba confiado a que surgieran sus mágicos efectos. El enfermo era curado y él recibia aliviado el pago de sus servicios y se retiraba en medio de palabras de agradecimiento y de elogio.
En esos momentos, se sentía verdaderamente feliz...
Pero el joven médico sufría mucho cuando al entrar en la habitación del enfermo, la Muerte estaba a los pies de la cama y sabía que nada podía hacerse.
Un día fue llamado a casa de un pobre enfermo lleno de hijos. Al entrar, los hijos estaba llorando. El joven les tranquilizó: la Muerte no querría dejar sólos a unos pobres e inocentes niños. Preparó la infusión mágica y acudió con ella a la habitación del enfermo. Entró confiado, buscando a la Muerte en la cabecera de la cama, pero no estaba allí si no a los pies de la cama. Desafiante, el médico se dirigió hacia el enfermo con la bebida.
-Detente- le dijo la Muerte- ¿Es que has olvidado mis palabras? Vamos, diles que no hay salvación, que nada se puede hacer ya.
El médico arrojó la taza al suelo y salió de la casa gritando que no hay salvación posible, que nada se podia hacer. Nunca olvidaría los lloros de los hijos alrededor de la cama del padre moribundo.
Pasaron los días y los meses y la fama del médico fue en aumento, y con ella, su riqueza. Se decía que era capaz de curar a los enfermos más graves dandoles una medicina mágica, pero también se decía en voz baja que cuando pronosticaba la muerte, nada podía hacerse por el enfermo. Todos contemplaban al médico con admiración, respeto y hasta cierto temor.
Sin embargo, el joven doctor no era feliz.
Sucedia que la Muerte no era tan justa como a él le hubiera gustado. ¿Por qué hacer morir a niños inocentes, madres atribuladas que dejaban abandonados a su triste suerte a sus desgraciados hijos, a padres que eran el único sustengo de su hogar?
Un día, el médico deseó por primera vez morir él en vez de su paciente. Había sido llamado para curar a una mujer hermosa, con el rostro consumido por el dolor. No era la enfermedad lo que le hacía sufrir de ese modo, el médico lo compredió en seguida, si no la suerte de su hijito, un precioso niño de pocos meses que descansaba en una cuna. Vivían solos y nadie iba a poder atender al pequeño.
Cuando entró en la habitación no se atrevia a levantar la mirada. Al fin lo hizo. Miro primero a la cabecera, con esperanza. La Muerte no estaba. Miró después a los pies, con temor: allí estaba la Muerte. El médico echó a correr, sin siquiera mirar los pobres ahorros que iban a ser suyos por salvar a aquella pobre desgraciada.
Un día mas tarde, fue llamado a la casa de un viejo usurero, el más avaro de la ciudad. Todos le odiaban por que a nadie perdonaba. El viejo gritaba y maldecía en su cama, llamado al doctor.
-Debe salvarme doctor, debe salvarme! Todos quieren mi muerte para arrebatarme mis riquezas; le daré lo que quiera si me salva.
La rabia invadia al médico mientras miraba a la Muerte que le sonreía desde la cabecera de la cama, silenciosa e invisible, como siempre. Dio al enfermo la medicina y abandonó la casa sin coger ni un céntimo del dinero que el viejo avaro le ofrecía.
En su mansión le esperaba la Muerte.
-¿Por que llegas tan malhumorado?- pregunto al ver que el joven arrojaba el maletín al suelo y se sentaba con la cabeza entre las manos.
-¡Un doctor que no puede salvar a sus enfermos no es un doctor! No quiero seguir tu juego, no quiero tus riquezas, ¡se acabó!
-¿Entonces vas a dejar morir a quienes podrías salvar con mi hierba mágica? ¡Buen doctor eres tú!
-¡Te odio!- gritó el joven médico, viendo que nada podía contra la Muerte.- ¡No quiero tus riquezas!
-No puedo evitar hacerte rico, se lo prometí a tu padre y mis promesas son sagradas. Pero tú puedes hacer con tu dinero lo que quieras. Y ahora debo irme, tengo otros muchos asuntos que atender además de los tuyos. ¿Seguiremos colaborando?
El médico nisiquiera se molestó en responder, apensumbrado. La respuesta no estaba en sus manos, no podía evitarlo.
Un día la carroza del palacio real se detuvo ante su casa. Descendieron dos siervos y abrieron la puerta del mayordomo del rey. Le dijeron que el rey estaba muy enfermo y que si le curaba le otorgarían el titulo de Barón. El médico no se lo pensó dos veces: el rey era una buena persona, justa y sabia. El reino aún lo necesitaba, no podía haber llegado su hora. Y una vez tuviera el titulo de Barón podría retirarse y olvidarse de la voluntad de la Muerte ante los enfermos.
El mayordomo le condujo a la habitación del rey. Entraron y el médico creyó desmayarse cuando vió a la Muerte en los pies de la cama. ¿Cómo era posible? Se trataba del rey, de un buen rey, ¿por qué la Muerte era así de cruel?
Los mayordomos le miraban con expentación. El rey gemía en su lecho. Entonces, el médico se dirigió a los nobles y les dijo con voz solemne que le acompañaran para decirles algo.
"Buen chico", pensó la Muerte. "Aprende rápido. Ahora les dirá que lo siente mucho, que no hay nada que hacer, que ya es demasiado tarde." Complacida, la Muerte se frotó las manos.
Pero no era eso lo que el joven les dijo.
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En proceso