jueves, 3 de abril de 2008

A los Ojos de Granada

Era una tibia noche de verano. No sabría decirte nada más. No podría recordar qué me llevó a saber que estaría allí. Simplemente, me dejé llevar por un instinto siempre reprimido. Ese que te dice qué hacer, pero no porqué.

Pasé el rio a la sombra del Cadí. Descalzo. Sintiendo la húmeda tierra hundiendose resbaladiza. Ahora, entre una noche vacía de Luna que me iluminara, tan sólo las estrellas podrían guiarme hacia lo que decía llamarse rumor, pero que era más real que los bloques de piedra del palacio nazarí.

Y de entre todas las grietas, aún sin saber porqué, se me abrío lo que para muchos fue un infierno. Las ya abandonadas mazmorras aún conservaban la sangre seca y húmeda en las paredes.

El metal se había oxidado, los cadaveres ya no eran más que marfíl afilado y curtido por el tiempo, con ayuda de los gusanos. Las paredes habían perdido cualquier vestigio de arte que tuvieron antaño. Todo está oscuro hasta que una de las velas empieza a arder silenciosa, como ardió ante los ojos de los hombres condenados a muerte.

No, ya no eran hombres. encadenados de manos y pies, despojados de ropa y dignidad... No, ya no eran mas que carne y hueso. Y dentro de muy poco, solo hueso, puesto que todos murieron entre gritos de dolor. Gritos vacios que no servian de nada, pues era nada lo que les esperaba. Tan sólo la compañía del dolor para acabar en sabanas negras.

Pero no importa cuanta gente sin nombre murió aquí por una guerra ya olvidada y por la gloria que esta ofrecía. Simplemente, no importaba.

Y después de charlar con pensamientos oscuros por lugares oscuros. Salí ante el sonido del agua, ya harta de fluir entre las doce grandes bestias que la custodiaban. Quería volver con su hermano, aquel que nosotros llamamos Genil, río al que alguna vez perteneció, para manar de nuevo en libertad.

Más daba igual que quisiera. Estaba tan presa como los sin nombre del infierno de abajo. Seguía estando encadenada en sí misma por paredes, manchadas de sangre que ella misma limpiaba.

Y después de escalones y escalones hacia lugares tan hermosos como intrigantes, llego a la Torre de la Vela. La torre donde debía estar quien estaba buscando. Aquel que podía estar en cualquier otra parte de la ciudad, pero algo me decia que estaba allí. Allí, allí y sólo allí.

Subí las escaleras gastadas para terminar contemplando... mi tierra. Mi vida, una parte de mi alma... Simplemente, Granada. Mía tanto como de los que estaban allí abajo ganandose el pan de cada día, de los que estaban en los cielos brillando con la misma intensidad con los que vivieron en la lejania del tiempo y del que, al igual que yo, contemplaba majestuoso la belleza de la ciudad.

-Eres egoísta - respondí sentandome a su lado.
-No soy egoísta, simplemente, sólo quedo yo.
-¿Como puedes decir eso ante los ojos de toda la gente que te importa?
-No me importa. No me conocen, no saben nada de mi. Si muriera esta misma noche, nadie sabría que estaría pudriendome hasta que les llegara el olor.
-Si te pasara algo malo y ellos pudieran hacer algo lo harían. Somos un pueblo. Algunos con peores intenciones que otros, pero en general nos cuidamos los unos a los otros.
-Y una mierda, sabes que no.
-Pues, ¿a que esperas? Tírate. El problema de tirarse es que lo que viene despues de varias horas agonizantes. ¿Sabes que viene? Yo sí, y lo que viene es nada. Un golpe seco y todo volverá a estar en silencio. Siempre me dijiste que una vida casta y silenciosa no era vida.
-Lo que tengo ahora tampoco se puede llamar vida.
-Lo que muchos tienen, tampoco se puede llamar vida. ¿Que es vida? Cuando sepas qué decir, tírate, pues si puedes definir tu vida, será mejor que te lanzes al vacío...