Y una vez más, el día empieza con el sonido del restallear de los látigos.
Os preguntareis quien soy, y de donde vengo. No soy nada mas que una espalda cansada y sangrante. Yo no vengo de ningun lugar. No soy nada más que herramienta de los Dioses. Mi tierra no es nada más que polvo, sudor y sangre.
Y otra vez, oigo el sonido del restallear del látigo. Hará quizas unos años, me hubiera encojido, intentado esquivarlo o simplemente, haber girado la cabeza para mirar al hombre que empuñaba mi vida... pero ya no.
Ya no hay gritos exigiendo justicia, ni libertad, ni piedad. Aquellos mismos que las gritaron les cortaron la garganta, y les dejaron caer en el olvido. Olvidados por los dioses, pero no por los hombres. Pero no aquellos hombres que viven en los palacios, en las casas o en los templos. Los que no les hemos olvidado somos nosotros. Sólo nosotros.
No pude gritar cuando le cortaron la garganta a mi hermano y a mi padre. El dolor me recorria todo el cuerpo y me hacía callar. Ni una lágrima broto de mis mejillas. Mostrar debilidad sólo significaba látigazos mas fuertes. Mostrar osadía, torturas y hambre. Exigir justicia, la muerte.
A los Dioses no se les exige justicia. A los Dioses se les adora, se les rinde pleitesia y se les sirve como cada uno puede. El sacerdote había predicho que gracias al crecimiento de la floreciente ciudad, la riada de este año sería explendida, por lo que abundaría la comida para el pueblo.
Pero no para nosotros. Nuestro único alimento es el sol que acaricia nuestra curtida piel y el agua que mece la tierra. Todos nos dicen cuando comer, cuando beber y cuando dormir. Vida dura para gente dura. Pero hasta la mayor de las pirámides se desgasta con el tiempo, para acabar siendo engullida por el basto desierto.
Y aquel día, decidí convertirme en el basto desierto que los grandes Dioses decían ser. La noche me cubría y no hice más que abrazarla para que ella misma fuera quien me guiara hasta la punta de la pirámide.
"Hijo de los Dioses, decías buscar la inmortalidad... Aquí la tienes"
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