Despues de una década... la guerra continúa.
La tierra ya está consumida, los arboles muertos y el cielo marchito. Antes era tan azul, tan... bonito.
Pero con el tiempo, uno aprende a que si nace en una guerra, su destino es acabar en ella.
Nací cuando la guerra entre Brujos y los Hombres de Dios apenas había empezado. Yo estaba allí cuando ví como Astaeredon sucumbía ante huesos animados en una burla a la cordura. Se oía el chocar de espadas amigas entre sí, de escudos con los mismos emblemas. Los mismos muertos que habian jurado proteger la ciudad, se levantaban para destruirla.
Fue una carnicería. Los pocos supervivientes fueron un grupo de niños lo suficientemente hábil para no perderse por las catacumbas de la ciudad. Entre ellos, me encontraba yo, junto con mi hermano pequeño. Todo el resto de mi familia... quedó atrás.
Y fue pasando el tiempo al cobijo del Bosque de los Dioses, el único lugar dónde las fuerzas de los Brujos habían fallado. Había algo mágico en aquel lugar, algo que nos impulsaba a mantenernos firmes, a seguir luchando... El día que nos despedimos de él, dejamos de partir como los niños de Astaeredon.
Ahora eramos lo que siempre fuimos, los Hijos de la Guerra.
Y como tales, partimos a su encuentro. Durante el camino perdimos a muchos. Caían con honor, luchando y dando su vida por una ilusión... pero morían de todos modos, fueran buenos amigos, caras conocidas o el último de nuestros familiares. Todos sabíamos que ibamos a morir. Era la guerra, nadie dijo que fuera bonita. Nadie dijo directamente nada.
Pero ahora que soy el último de todos, el que estaba destinado a estar allí, el calor de mis amigos, mi gente, mi tierra ya se había desvanecido entre las corruptas tierras brujas.
Estaba allí de pie, delante de su Trono, mientras veía como sus secuaces hacían su trabajo. Una sonrisa surcaba su chupado rostro mientras con una mano se mecia la barba. Dió unos pasos ante mi y todos sus lacayos se separaron, entendiendo que su señor quería admirar a su presa momentos antes de darle el golpe final.
Estaba acabado. Durante un momento, me sentí acabado, hasta que, por encima del dolor, la rabia y el odio que sentia por dentro, noté que todavia empuñaba mi lanza. La Lanza del Atardecer, el único recuerdo de mi padre, que tuve que cojer yo mismo de las murallas donde fue colgado. Al sentirla, sentir que apesar de todo, aún se mantenia firme, rigida, afilada... supe lo que tenía que hacer.
Me levanté ante los ojos del nigromante. Me puse enfrente suya, mientras este me miraba con curiosidad. Le mantuve la mirada mientras vociferaba conjuros extraños. Le miraba aún cuando la mismísima Muerte abrió las puertas del infierno para ir a darme caza, y cuando en gritos de agonia, esta se avalanzó contra mi.
Le miraba aún cuando ambos estabamos tirados en el suelo, sangrantes de odio, y le habría seguido mirando durante toda la eternidad. Nunca olvidaría esos ojos de miedos al ver que lo que debía ser ya un muerto, le había atravesado el pecho.
La guerra acaba cuando el hijo entierra al padre, aunque aveces para ello, necesite su propia vida.
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