El cielo estaba despejado como en los últimos cinco días, pero la melodía del viento me hacía intuir que algo nuevo sucedía. Algo traía aquel nuevo día, algo maravilloso e impredecible, algo sublime y misterioso, algo que por lo que merecía la pena el día de hoy.
Seguía caminando nuevamente, intrigado por la noticia de algo nuevo y fantastico, algo nunca visto, algo que aún no tenía nombre pero que sería recordado cada día de los siguientes a este. Sería el día que nadie olvidaría, que no moriría tras el peso de las semanas, los meses, los años. Él seguiría en el corazón de todo aquel que lo viera, todo aquel que se atreviera a cambiar el duro seguir de un día por una nueva ruta hacía un brillante Sol partido.
El tiempo sigue pasando y dejo que el aire sea quién me guie, quién me empuje cuando mi cuerpo se agota y la pereza empieza a supurar. Es el viento el que me ayuda a continuar, por que él no es un viento normal. Es el viento de lo nuevo, de lo desconocido, es el viento que nunca muere y que acompaña a todo aquel que quiere simplemente, saber el qué lo impulsa. El qué podría ser tan importante como para que el mismísimo viento impulsara a todo corazón hambriento de sueños, a camino sin tregua por senda sin pisar.
Y cuando el viento ya sólo es una mera brisa, como la idea de llegar más aprisa que el mismo Sol, es cuando las nubes empiezan a tapar el cielo y sólo dejan que un pequeño resquicio ilumine el batir de las alas más humildes de toda la Creación.
La frágil mariposa se balanceaba a mi alrededor y mientras danzaba, me mostraba la más bella de las miradas. Esa oculta para todo aquel que se pose a mirarla, pues sólo verá la misma imagen demacrada que se encuentra cada mañana en el espejo.
Esos ojos sentían miedo... pero a la vez, demostraban lo cierto que es su deseo de volar. El deseo de intentarlo, una vez más.
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