miércoles, 12 de marzo de 2008

Lanza del Atardecer

Allí está, mi guía hacia lo inexplicable.

Pero antes, a las paredes manchadas de mi carcel añado una historia más. La historia de un hombre que luchó por lo que le pertenecia, para que acabaran arrebatandoselo aquellos que no merecían nada. Como siempre, paradojas de un mundo perteneciente a un Dios que desconozco.

Es difícil empezar esta historia. Desde pequeño siempre me he encontrado sólo. Trabajaba para mercaderes por un par de manzanas podridas, y cuando el trabajo escaseaba tanto como las manzanas, me veía obligado a robar. Pero no estaba hecho para eso y gran cantidad de veces soporté palizas de los mismos mercaderes que me explotaban.

Lo único que no perdí en mi vida fue un arma con la que luchar. Me apasionaba el arte de la guerra, y manejaba la lanza mejor que los jovenes recien instruidos. La lanza que siempre sostenia, durante mi juventud a modo de bastón, era el único y basto recuerdo que portaba mi familia, ya extinguida por las crecientes guerras de los reyes.

No era lujosa, ni artistica. Era una lanza simple, de madera dura y a la vez flexible. Sin ornamenta alguna. No era nada más que madera y acero viejo, afilado una y otra vez. Ligera y adaptada para mi, o quizás yo adaptada para ella puesto que la mano de muchos de mis antecesores sujetaron esta misma lanza con algo más de orgullo que yo.

Así trascurrieron los días de mi vida, oscurecida por los moratones en mi cuerpo, perfilada por mis visibles huesos, quebrada por todos los golpes a los que fue sometida.

Pero no, apesar de todo esto aguanté, crecí y me volví mas fuerte. Era como mi lanza, duro, flexible, sencillo. No necesitaba nada más. Durante algun tiempo trabajé como mercenario y me gané una reputación en las Reyertas de los Caminos. Al poco tiempo el señor de un pequeño castillo me ofreció trabajo como jefe de una de sus guarniciones, pero uno de los jefes no le gustó mi manera de enfrentarse al enemigo, delante de la murralla, no detrás. Acabamos en un duelo en el que gané alguna que otra cicatriz y la expulsión del castillo.

Paseé como caballero errante por todas las tierras. Hice amigos, enemigos y alguna mujer me abrió algo mas que la puerta de su casa. Me fui rodeando de gente, amigos que ví morir y marcharse en pos de algo mejor. Por que todos los que me acompañaban sabian que tarde o temprano, tomarían un camino u otro. Podían hacer lo que quisieran, yo no les iba a impedir cambiar su futuro.

Y con el paso de los años, tras muchas cicatrices por una reputación, me llegaron noticias de que en la ciudad donde me crié aún había un familiar mio. La idea de poder entregar la lanza a alguién con un futuro lo suficientemente claro para que la siguieran empuñando los de mi sangre me tentó. Tras semanas de puestas de soles, llegué a la ciudad que nunca quise volver a pisar.

Busqué la casa del que sea hacia apellidar igual que yo. Tras un tiempo, la encontré, aunque quizás nunca debí haberlo hecho. Era un mercader como tantos otros. Como todos esos que me ofrecian una manzana lustrosa con el corazón podrido para llevar los envios de grano al mercadillo. Como todos aquellos que me daban palizas por pedir lo que era mio.

Pero no... para mi aquello había acabado. Era un hombre ya hecho, no podía volver a ser aquel crío canijo apoyado en una lanza. Con toda la amabilidad que pude sacar, le dije el porqué de mi llegada y las razones por las que quería que la lanza siguiera conmigo.

Y no se lo tomó nada bien.

Al principio todo fueron sonrisas y pacientes palabras. Pero poco después, al ver la negativa en mis ojos, los suyos empezaron a arder, reivindicando por aquello que no había luchado. Sube la voz y empieza a ordenarme... parecia que la lanza que queria me pedía a gritos que se la otorgara, con la punta hacia él.

Salí de la habitación como pude, y entonces se me hecharon los guardias encima, gritandome ladrón. Bastó oir el sonido de las espadas desenvainandose para que ya tuviera la lanza en la mano. Ni siquiera se dignaron a intentar escucharme, me atacaron, mientras de fondo se oían los gritos del gordo mercader que se hacia llamar familiar mío.

Pero podía con ellos. Unas simples espadas no podían contra mi lanza. No les maté, entendía que apesar de todo estaban tan sólo haciendo su trabajo, pero cada vez venian más y más. Ya no se acercaban, simplemente me iban haciendo un corro a una distancia prudente, para que al final oye el silbar de unas plumas y todo se oscureciera...

Al final, sólo quedó ella...

No hay comentarios: