Llego a casa cansado y al sabor del cigarrillo y el triunfo, abro la puerta cómo puedo y entro en mi refugio. En mi refugio de miradas, de aplausos y de gente en general. Dejo el sombrero en el sofá y la chaqueta clara en el reposabrazos del sillón. Me miro en el espejo... pero es que ahí no estoy yo.
Está el ganador del premio más importante del mundo, el autor mas importante del siglo XXI. Aquel que se le han otorgado ya tantos premios como obras tiene. El que su estilo único ha marcado a toda una generación de poetas.
Yo no soy ese... es el reflejo de mi. Nisiquiera de mi. Es el reflejo de unas obras, obras escritas por toda la gente que ha vivido a mi alrededor. Yo tan sólo he sido el que ha movido la pluma garabateando lo que todos ya sabian, sentían y soñaban. Pero mientras ellos lo hacían, yo únicamente escribí, sin pararme ha hacerlo yo también. A sentir, a soñar y simplemente, a vivir...
Así he acabado. Con una vitrina reluciente de metal oxidado bañado en una fina capa de oro. Oro quebradizo que con el tiempo, se agrieta, se afea y acaba mostrando su autentica naturaleza: el más rojo de los óxidos.
Y aquí estoy, con el premio más oxidado que me han dado en una mano y una botella de ginegra que guardaba para una ocasión especial en la otra. La comparto sólo, pero no la disfruto sin más. Saboreo su fuerte sabor, sin nada que lo suavize, lo calme o lo trivialize, mientras disfruto de la puesta de Sol. El día se acaba y yo me acabo con él.
A la mañana siguiente no encontraron rastro alguno del hombre al que habían otorgado el premio. Sólo quedaba su sombrero en la entrada de su hogar. No quería más dinero, mas premios ni más buenas botellas de ginebra. Sólo queria por una vez, vivir su propia historia, acabarla, y que fuera el destino quién la garabateara, para acabar siendo sellada con cera de marfíl.
Tenía que morir para dejar de escribir.
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