Caminaba rápidamente, con fuerza. Iba subiendo los peldaños hasta que presencie la puerta.
-Largo, aqui no teneis nada que proteger.- dije con voz retumbante a los dos guardias que custodiaban la puerta de roble. Por un momento se lo dudaron, pero bastó una mirada a la envainada hoja de plata para que retrocedieran un par de pasos y empezaran a sudar.
Las macizas puertas chocaron contra las paredes de la sala. El crujir de la madera retumbó en la habitación al compas de mis pisadas.
La sala del Rey, que era conocida por el pueblo llano como La Sala de las Mentiras, había perdido el esplendoroso lustre de sus principios. Los grandes ventanales yacían tapados por espesas cortinas rojas bañadas por el polvo. El mármol había perdido el brillo por las multiples pisadas durante tanto tiempo y el mismo tiempo fue el que había oxidado el trono donde él se sentaba.
No alzó la vista, apenas se movió al percatarse de mi presencia. Permaneció en la oscuridad del trono, serio, sin apenas inmutarse de lo que decia o dejaba de decir. Poco a poco, mi voz iba palideciendo de fuerza. Al final, solo quedaban los gritos de fondo del que pronto dejaria de ser nuestro pueblo.
-Los dejarás morir...-susurré sin apenas mover los labios.
-El pueblo vivirá
-Tu verdadero pueblo está muriendo en esas murallas.
-El futuro de mi pueblo está a salvo en ellas.
-La esencia de él morirá. No te escudes en las mujeres y los niños, la sangre que riega ahora los campos solo hará que crezca la semilla del rencor. No te lo agradecerán, no lo entenderán, solo te odiarán hasta que entre ellos surja un nuevo lider, alguién con el valor para pagar por lo que hoy estás haciendo.
-Sí, pero el pueblo... vivirá.
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