Casi todos son gente sencilla, hombres del pueblo que nunca habían estado a más de media legua de la casa en la que nacieron hasta que un día, un señor cualquiera los llevó a la guerra. Mal vestidos y mal calzados, marchan tras sus estandartes, a veces sin más armas que una guadaña o una hoz, o una maza que se han hecho ellos mismos atando una piedra a un palo con tiras de cuero. Los hermanos marchan con los hermanos; los hijos con los padres; los amigos con los amigos. Han oído las canciones y las anécdotas, así que caminan con el corzón anhelante, soñando con las maravillas que verán, con las riquezas y la gloria que conseguirán. La guerra les parece una gran aventura, la mayor que vivirá la mayoría de ellos.
Luego prueban el combate.
Algunos se quiebran nada más probrarlo. Otros aguantan años, hasta que pierden la cuenta de las batallas en las que han intervenido, pero alguien que sobrevive a cien combates puede quebrarse en el ciento uno. Los hermanos ven morir a sus hermanos, los padres pierden a sus hijos, los amigos ven a sus amigos tratar de volver a meterse las tripas después de que los haya rajado un hacha.
Ven caer al señor que los llevó allí y, de repente, otro señor les grita que ahora lo sirven a él. Reciben una herida y, cuando todavía la tienen a medio curar reciben otra. Nunca tienen comida suficiente; el calzado se les cae a pedazos de tanto caminar; la ropa se les desgarra y se les pudre, y la mitad se caga en los calzones por que ha bebido agua que no era potable.
Si quieren unas botas nuevas, una capa más caliente o, tal vez, un yelmo oxidado, tienen que quitarselo a un cadaver; no tardan en robar también a los vivos, a los aldeanos en cuyas tierras luchan, a hombres como los que eran antes ellos mismos. Les matan las ovejas y les roban las gallinas, y de ahí a llevarse también a sus hijas sólo hay un paso.
Y un día miran a su alrededor y se dan cuenta de que todos sus parientes y amigos han desaparecido, de que luchan al lado de desconocidos y bajo un estandarte que ni siquiera identifican. No saben dónde están ni cómo volver a su hogar; el señor por el que luchan no sabe cómo se llaman, pero ahí está siempre , gritándoles que formen una línea con sus lanzas, sus hoces, sus guadañas, para defender las posición.
Y los caballeros caen sobre ellos, hombres sin rostro envueltos en acero, y el retumbar de al ataque parece llenar el mundo... y el hombre se quiebra.
Da media vuelta y huye, o se arrastra entre los cadáveres de los caídos, o se escabulle en plena noche y busca un lugar donde esconderse. A esas alturas, los hombres quebrados ya ni piensan en volver a casa. Los reyes, los señores y los dioses les importan menos que un trozo de carne medio podrida que les permita vivir un día más, o un pellejo de vino agrio con el que ahogar sus miedos unas horas.
Viven de día en día, de comida en comida; son más animales que humanos. En estos tiempos que corren, los viajeros deben cuidarse de los hombres quebrados, y temerlos... pero también deberían compadecerlos.
G. G. Martin - La canción de hielo y fuego
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