Sentí el suelo tiritar de miedo.
Abrieron la puerta y mis ojos se deslumbraron tan sólo por el exceso de luz. Entró una persona vestida de militar, con medalla y cinturón recorriendo su cuerpo y las botas que hacian tiritar el suelo.
Susurró algo al teniente y este le contestó con un silencioso gesto afirmativo. Pude sacar de sus labios "Llévelos al patio...". Fue entonces cuando me di cuenta de el número de miradas que seguían la conversación de los dos militares. También descubrí mi ropa manchada de sangre y mi cuerpo lleno de moratones. Igualmente descubrí los de los demás.
Nos levantaron y nos llevaron entre su repugnancia y odio por los pasillos hasta un patio. Nos desnudaron, nos vistieron de gris roto. Nos tablaron números, cortaron nuestro pelo y arrancaron nuestra dignidad.
Cada día, al ponerse el Sol, conocía una vida más de personas que ya no existían. Para el mundo, habían muerto de un ataque de tos, una parada al corazón, un coabulo o un tumor. A los ojos de Dios no existiamos y pudimos descubrir que él tampoco estaba con nosotros.
Seguramente, estaba con los generales tomando whisky del bueno en una partida de cartas.
Pasaron muchas noches, en las que reinaba el silencio o el fantasma del pasado se filtraba en nuestros sueños y nos desvelaba. Entonces una noche, me hicieron una pregunta que olvidé con los años del palizar de mi identidad y recuerdos:
¿Quién eres?
Y suspiré, como la brisa que arranca las malas hierbas...
"Tras la muerte de mi tio, vine a comienzos de la década de los 30, allá con la esperanza de encontrar a mis padres, que creía difuntos. Pero la suerte me sonrió en aquel momento y los encontré en la ciudad de Köln aún vivos, gastados como una vela que se deja encendida toda la larga noche, pero que después de un profundo sueño, te sigue alumbrando sin vacilar.
Tenían una pequeña tienda de electrodomésticos que prosperaba y vivian en el almacén de atrás, un lugar humilde pero digno. Les gustaba la lectura y tenian un pequeño estante con libros de segunda mano que habían estado apilando al lado de los años.
Al cabo de los pocos meses tomé las riendas de la tienda a expensas de la jubilación de mis padres. Conocí gentes y ciudades, y encontré a una mujer de ojos azules y pelo lacio, tan brillante como el Sol. A los pocos meses de conocernos nos casamos, en 1932, en pura ignorancia de lo que nos esperaban los años venideros.
Se instauró el estado nazi y con él, el programa de eutanasia. Mis padres fueron llevados la misma noche de su imposición, mientras yo cenaba a la luz de unas velas... velas que vientos de tormenta querían apagar.
Al año siguiente de casarnos, el regimen fascista consideró conveniente apropiarse de mi tienda y mi techo, todo por el bien de la nación. Dos años después, me arrebataron a mi mujer y a mis hijos, gracias a las leyes de un tal Nuremberg.
Abandoné Köln y me refugié en la gran Berlín. Estuve conviviendo con indigentes y vagabundos bajo el puente Admiral. Estuve duermiendo entre cartones y carteles que me odiaban y temían. Pasé así otros cuantos años más, no sabría muy bien decir ya cuentos fueron. Cuando te roban el hogar, no te dan un reloj y un calendario para fechar el día.
Y es una lástima, por que tendriamos que haber fechado aquel día, aquel terminar del día y de la honra humana. Fue la noche de los cristales rotos, un 10 de Noviembre de 1938 el que me trajo aquí y me encadenó a un gris roto y a un número en mi pecho..."
...1942...
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