Desperté en una sabana blanca, con una ventana atardeciendo y un vacio absoluto en la habitación. Miré a mi alrededor, y sólo encontré a un pobre diablo, tan moribundo como yo, que aún no había evitado el sueño eterno que nos fue inculcado después de probar el asfalto con el corazón.
Al cabo de un siglo, o quizás un rato, vino una enfermera que, al verme apoyado en el bordillo de la ventana, llamó a un médico embutido en blanco de los pies a la cabeza que comenzó a hablarme de mi milagrosa recuperación, mientras yo terminaba de ver esconderse el Sol.
No me acordaba de nada. No quería acordarme de nada. Una vida rota que no encajaba en mi cabeza no era el plato ideal de bienvenida para un comatoso recién llegado del infierno de Morfeo. El recuerdo anestesiado de como te rajan, te abren y te cosen encadenandote a las paredes de la vida es algo que ningún hombre debería recordar.
Pero me faltaron lágrimas para llorar y una garganta que desgarrara el silencio de aquella maldita habitación. Había perdido la voz y nunca volvería a recuperarla. Esas fueron sus palabras, las que ya no podía decir yo...
Y otro siglo después, el médico se marchó y todo quedó igual; yo, el diablo y un mundo cada vez, más oscuro.
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